En defensa de la libertad de expresión

Uno de los derechos más importantes con los que contamos los seres humanos es poder expresarnos con libertad. De hecho, resulta imposible imaginar una democracia sin esta posibilidad. En este sentido, los antiguos atenienses entendieron inmediatamente que debían proteger el uso de la palabra en su democracia, ¿cómo lo hicieron? Mediante el concepto de “isegoría”, el cual otorgaba la misma importancia a todas las intervenciones de sus ciudadanos. Muchos años después, los franceses, en el artículo 10 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, consideraron que nadie debía ser incomodado por sus opiniones, inclusive religiosas, siempre y cuando su manifestación no perturbe el orden público establecido por la Ley. Un par de años después, los estadounidenses en la primera de las diez enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos determinaron que el Congreso no impondría obstáculos a la libertad de expresión o de la prensa.

En la actualidad, la Declaración de Derechos Humanos reconoce este derecho en su artículo 19, mientras que el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las libertades fundamentales lo hace en el 10. En España, la libertad de expresión es recogida por el artículo 20 de la Constitución. Ahora bien, es complicado que existan derechos absolutos, dado que el ejercicio de algún derecho puede colisionar con el de otra persona. Así pues, los propios derechos reconocidos en el artículo 18 de la Constitución, como el honor, pueden verse afectados por el uso que hagamos de la libertad de palabra. Por tanto, como freno a la libertad de expresión, en relación con este derecho, se tipificaron los delitos de injurias y de calumnias. En este caso, es comprensible que el Derecho articule respuestas por si determinadas actuaciones menoscaban el honor, sin embargo, ¿por qué éstas debe ser penales? El conocido principio de subsidiariedad penal establece que esta rama del Derecho solo debería entrar cuando las demás se muestran insuficientes para proteger el bien jurídico lesionado. ¿Para qué tenemos entonces el Derecho Civil?

Cuestiones particulares en España

Asimismo, es necesario mencionar los delitos de calumnias e injurias contra la Corona, lo que incluye al Rey, Reina, ascendientes, descendientes, etc. ¿A qué responde la necesidad de que el honor de los miembros de la Corona merezca una protección particular? Aunque el objetivo sea salvaguardar el prestigio de la institución en sí misma, ¿acaso es tan frágil como para condenar a alguien hasta a dos años de cárcel? Por cierto, esto afecta a otro derecho como es la libertad del artículo 17 de la Constitución. Por consiguiente, se haría necesario llevar a cabo la correspondiente ponderación entre derechos. Debate aparte sería la cuestión de cuál de ellos debería prevalecer.

En lo concerniente a otros delitos de expresión cabe destacar uno de los más polémicos, como es el de enaltecimiento del terrorismo del artículo 578 del Código Penal. Es un tema especialmente complejo, pero en este caso considero que hay dos planos muy diferenciables: el ético y el jurídico. La justificación del terrorismo seguramente suscite un contundente rechazo moral en casi todas las personas, ¿pero es absolutamente necesario una condena penal? Es imprescindible subrayar ese “absolutamente necesario”, ya que, como señaló el gran Cesare Beccaria (citando a su vez a Montesquieu), toda pena que no derive de la absoluta necesidad es tiránica. En otras palabras, prosiguiendo con Beccaria, ¿cuál es la utilidad pública de meter a alguien en la cárcel por este tipo de delitos? ¿Es un peligro para la sociedad? Aquí tenemos que indagar acerca de la posibilidad de que sus palabras motiven a otros a cometer determinadas acciones. Con todo, se trata de una suposición que es muy difícil de saber con certeza. En cualquier caso, si la condena respondiera solo a ese aspecto bastaría con que sus opiniones fueran contestadas públicamente para desalentar cualquier tentativa de llevar a cabo cualquier acción de este tipo.

Sin embargo, la cuestión de la humillación a las víctimas es distinta. El dolor de las personas que han sido objeto de cualquier tipo de mal merece todo el respeto posible. Se trata de una cuestión de empatía. Eso sí, este delito obligaría a abordar dos elementos fundamentales. El primero es que la humillación lógicamente no deja de ser algo subjetivo, puesto que lo que para una persona es humillante, para otra no tiene porqué serlo. Si los delitos son conductas tipificadas como tales, ¿qué conducta exacta se entiende que produce humillación? ¿Habría que preguntar a todas las victimas para cuantificar el alcance del supuesto delito? En realidad, es algo complicado de determinar. Por otra parte, el segundo elemento giraría en torno a la cuestión de si la condena penal sería la medida más adecuada para reparar el daño causado. Este último elemento no sería necesario considerarlo si entendemos que la finalidad exclusiva de la pena es el castigo, pero no es así. La pena también debe contemplar otras vertientes como la preventiva y, por supuesto, tal y como señala la Constitución, otra reeducadora y de reinserción.

Conclusión

Por último, hay tipificados más delitos de expresión, aunque sobre los mismos cabría llegar a conclusiones parecidas. En la actualidad hay otras ramas del Derecho que, en vez del Penal, pueden emplearse para aplicar, cuando sea estrictamente necesario, los límites a la libertad de expresión. De todas maneras, la grandeza de esta libertad no consiste en permitir solo las alabanzas o críticas superficiales del sistema, sino también las reflexiones que cuestionen profundamente sus principios. A veces habrá opiniones que podrán no gustarnos o incluso resultarnos muy desagradables, pero éstas también merecen cabida en una democracia. Una libertad de expresión tutelada o selectiva es profundamente peligrosa, dado que la sociedad no se puede permitir que nadie decida por ella la información a la que puede acceder. La censura, ya sea previa o posterior, al único que favorece es al sistema. Por esa razón, una democracia auténtica no tendría miedo a las opiniones de nadie, porque ésta es la voluntad de todos. Quizás ha llegado el momento de que España se acerque a la democracia, dejando participar a la población directamente en la vida política, lo que a ayudaría a comprender que todas las opiniones, no solo las que son de nuestro agrado, merecen la misma protección.

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