¿Qué entendemos por fraude?

La palabra fraude, según la RAE, tiene tres acepciones que aunque similares, cada una parece definir mejor a la otras. La primera de ellas, hace referencia a la acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete. La segunda, vendría a definir el acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros. La tercera, el delito que comete el encargado de vigilar la ejecución de contratos públicos, o de algunos privados, confabulándose con la representación de los intereses opuestos.  Por fraude, podríamos entender cualquiera de estas tres acciones en las que siempre habrá alguien que salga perjudicado ya sea a nivel individual o colectivo, de forma lenta o rápida. Pero, ¿siempre? Siempre que salga a la luz, claro. 

Cuando no exista una denuncia pública, el fraude para el colectivo nunca habrá existido y los males que produzca, serán relacionados con otros factores que podrán ser más o menos verosímiles. Pero, cómo suele decirse, “la verdad, sólo tiene un camino”. 

En este sentido, la acción de defraudar siempre traerá consigo la posibilidad sobre el susodicho que lo cometiera, ya sea una entidad pública o privada, que por cualquier razón tuviera como cometido modificar cualquier resultado por un bien mayor, la duda racional de llegar a comprender la causa por la que obra. 

En definitiva, la denuncia que hacía Donald Trump y la declaración última del exalcalde de Nueva York y actual abogado del líder republicano, Rudy Guliani, poniendo en tela de juicio que estas últimas elecciones presidenciales se hayan celebrado sin ninguna interferencia en la emisión y recuento de votos, parece haber dejado a medio mundo atónito como si se tratara de una rabieta de Donald Trump por no querer salir de la Casa Blanca. 

Pero hay hechos que realmente no podemos pasar desapercibidos: la situación “excepcional” en las que se celebraron estas elecciones, las distintas formas por las que las personas han ido a votar esta vez, incluso desde el coche, como medida de seguridad, y sin ninguna regulación homogénea y específica entre los Estados, por no hablar de la documentación que aporta el votante: desde el carnet de conducir hasta el pasaporte, que no todos tienen.

Toda esta vorágine de circunstancias, sumadas a otras, y a la dificultad de hacer el recuento en un país con más de trescientos millones de habitantes, hacen que, la impugnación, sea una forma de revisar que los resultados no hayan sido amañados. Precisamente, es una garantía más que, lejos de haber sido entendida, se ha criticado en exceso. 

 

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