Estar a la cabeza de la clasificación mundial en densidad de locales, y por debajo de la media de nuestro entorno en sanidad, ha dado la cara a base de bien a lo largo del “annus horribilis”
El dicho latino “bienaventurados los hispanos para quienes vivir es beber” es de esos casos en los que parte de la gracia del juego de palabras se perdió en la traducción, o en este caso en la evolución, ya que “vivir” y “beber” se pronuncian casi igual en la versión original.
En tanto que la paternidad del aforismo es dudosa, es difícil saber si era producto del elitismo de patricio de la capital sobre los habitantes de las provincias del Imperio o de uno de estos chistes entre naciones. Sea como fuere, no se puede negar que hay un fondo de verdad en semejante insulto.
Cuando todo era normal, sin calificativos ni plazos, en España había 279.000 establecimientos dedicados al comercio y al bebercio entre bares y restaurantes, según datos del INE, aportaba el 4,7% del PIB y daba empleo a 1,7 millones de personas. En comparación con el Turismo, nuestro sector estrella viene a ser algo más de un tercio del valor y más o menos la mitad del personal. Pero como estos datos marean, les hago una comparativa espeluznante. En 2020 había un bar o restaurante cada 175 españoles mientras que había una cama UCI por cada 10.300 según la OCDE. Esto deja por sabio aquello que dicen mis amigos de “¡Qué malo estoy!¡Llevadme a un bar!”
Tabernas, bares, cafés y tascas han sido parte de nuestra cultura en la realidad y la ficción desde el principio, dándole la razón al maldiciente proverbio que comentaba al principio. Tal es así, que una de las iniciativas más pintorescas para rescatar a estos establecimientos ha sido la de proponerlos como parte del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad ante la UNESCO el pasado verano en la campaña #Soypatrimonio2020, que fue secundada por importantes personalidades de la gastronomía y los medios. No obstante, a pesar de la fraternidad que promueve el Apocalipsis y esas cosas, la tendencia ha venido siendo amortizar los locales de solera ante el ataque de los Gastrobares clon, con menú de diseño, plato de pizarra y gyozas.
Estar a la cabeza de la clasificación mundial en densidad de locales y por debajo de la media de nuestro entorno en sanidad ha dado la cara a base de bien a lo largo del “annus horribilis” que hemos dejado atrás en lo temporal, pero que no hemos superado en lo mental. Así, su enorme peso en nuestra economía se nos vuelve en contra como una bola de demolición fuera de control y nos empieza a poner exigencias que debemos considerar con más cautela que antes. Un gigante con los pies de barro por la estacionalidad y la precariedad intrínseca que amenaza con desplomarse porque ha dimensionado su oferta para la demanda de 2019, que ni de lejos se presentó en 2020, y pocas dudas quedan ya de que no volverá en 2021.
Ha pasado ya un año del inicio de la Covid-19 y creo que usted y su cuñado ya habrán discutido largo y tendido sobre que han sido muchísimos más de un par de casos, que las mascarillas han acabado siendo imprescindibles, que habría habido que reaccionar antes de marzo, que los niñatos (y no tan niñatos con copa de balón) hacen lo que les da la gana si no les pones orden, que fiarlo todo a la carta de la vacuna es una estrategia de riesgo, que doblegar la curva no es vencer a la epidemia, que abrir el turismo a toda costa tuvo mayor coste del previsto, que salvar la Navidad fue una idea temeraria, etc, etc. Hasta llenar la memoria del teléfono con mil grupos de mensajería o tener que salirse de ellos porque acaban siendo fosas sépticas de prejuicios y noticias falsas. De todo ello me pregunto: ¿para qué ha servido tanta discusión? Llegada la hora se van a tomar las mismas malas decisiones, por los mismos motivos cortoplacistas, con unos resultados que ya no pueden pillar por sorpresa a nadie con un cerebro sano.
En esta semana, hemos visto a un tribunal tumbar las medidas de cierres de hostelería en el País Vasco, al tiempo que la OMS avisaba del riesgo de apresurar las desescaladas en el momento actual, mientras las Comunidades Autónomas deshojan la margarita de abrir la mano pero que no lo parezca, simultaneándolas con avisos de la inminente expansión de casos a cuenta de la cepas mutantes que ya están en el país. Puesto que ni salvamos el verano, ni hemos salvado la Navidad, parece que nos vamos a cargar a unos cuantos cientos más intentando salvar la Semana Santa.
A fin de cuentas, lo grave no es tener un problema, es ignorarlo. En este sentido, los datos son malos, con pronóstico de ser peores pero los mandatarios están sometidos a grandes presiones económicas y sociales, al tiempo que nosotros mismos estamos deseando encontrar una excusa para remangarse el hábito de ciudadano cívico; así que las medidas demenciales de apertura van a estar ahí. No obstante, como diría el Maestro Kenobi, “¿Quién es más loco, el loco o el loco que sigue al loco?” Queda en nuestra mano que el viejo refrán no acabe siendo “Pobres de los españoles que se desvivieron por beber”