Gárgolas

Es perfectamente admisible sentir miedo, ya que es parte del instinto de supervivencia saber que viene una amenaza a superar. Lo nocivo es imaginar espectros o quedarse paralizado.

Una idea o un invento pueden evolucionar mucho más allá de los límites de la imaginación de su creador, en función de la inspiración que éstos pueden generar en otras personas separadas por kilómetros o siglos. Uno de estos inventos es la gárgola; unos humildes desagües más o menos adornados que, con el paso del tiempo, se tornaron en elementos arquitectónicos característicos de los edificios góticos y, desde esos techos, pasaron a protagonizar sus propias leyendas y mitos.

Una vez que nos sumergimos en el mundo de lo fantástico, la imaginación es el límite. Así tenemos esos monstruosos centinelas de las iglesias que representan a las fuerzas del mal derrotadas y aprisionadas en roca como ejemplo del poderío de la fe para disuadir a otras criaturas malvadas de molestar a los fieles. Una validación más de la frase popular “ser tan feo que asusta al miedo”.

A fin de cuentas se trata de eso. Todos tenemos miedo a algo. Ya sea la muerte, la enfermedad, la pobreza o los “lunes al sol”, siempre hay algo que nos quita la paz y nos inquieta respecto del porvenir. Lo que nos diferencia es la forma de afrontarlo, bien ocupándonos o bien preocupándonos o incluso gritando “banzai” y esperando ser el último en pie sin un plan concreto. De hecho, proyectamos que lo que nos asusta es algo terrible y tiene que ser espantoso para todos, lo cual no tiene por qué ser verdad, pero es lo que hacemos. Así, una cañería se acaba convirtiendo en el guardián del templo, no porque sea posible sino porque necesitamos creer que estamos protegidos.

Motivos reales para el miedo no nos faltan pues todos los días tenemos recordatorios del número de fallecidos crecientes por la epidemia en un inabarcable océano de infectados, al tiempo que la economía enfría sus expectativas de recuperación, se cuelga el “se alquila” de los escaparates de comercios veteranos, el paro se dispara, las exportaciones menguan y los políticos inventan problemas nuevos en lugar de solucionar algo de lo anterior. Una apabullante suma y sigue que se añade a las tribulaciones conversacionales de cualquier persona.

Aquí es donde su cuñado le dirá que no hay que tener miedo y que todo “todo” se arregla con vete a saber qué técnica con pasos para la felicidad que ha visto en YouTube. Pues no. Es perfectamente admisible sentir miedo, ya que es parte del instinto de supervivencia saber que viene una amenaza a superar. Lo nocivo es imaginar espectros o quedarse paralizado.

Llevamos ocho meses oyendo que “vienen meses muy duros” como si lo que estamos viendo y escuchando a diario no fuera suficiente para encoger las entrañas. Es una conclusión a la que podemos llegar todos aunque desde las instancias políticas/económicas se usa como argumento de apertura para facilitar la inserción de paquetes de medidas de difícil encaje (en función de lo gráfica que sea su imaginación me va a odiar más o menos, pero la idea se le va a quedar)

Hay que tener cuidado con lo que se desea por si se acaba consiguiendo, porque todo tiene un precio. Así vamos a conseguir implantar medidas heterónomas que van a suponer pérdida de libertades y elevados costes económicos que no van a ser más eficaces de lo que habría sido el sentido común, el respeto y el civismo. Y lo mejor de todo va a ser que lo hemos pedido nosotros solitos sin que se pueda culpar a nadie.

Ahora su cuñado dirá que ya estamos a vueltas con la COVID otra vez y se equivoca. Esto que vale para eso, vale también para la “cultura de la cancelación”, la censura, el “hooliganismo” político y tantas otras tendencias de abandono de las responsabilidades en leviatanes modernos. Si no lo ve claro, es de los que piensa que una cañería puede defenderle de Satán.

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