De un manifiesto antimagnético

Autor: Eduardo Zambrana Asencio

La mayoría de los días suelo hacerme las mismas preguntas. ¿Quién es aquel que se refleja bobamente en la pantalla? ¿Quién y por qué? ¿Qué esconde la piel en ese momento de bipartición?

Siempre he pensado mucho en el ser, desde pequeño. Puede que sea una particularidad de mi persona. Sin embargo, ya de niño me detenía a indagar en el qué y por qué de mi yo. Azarosamente, resulta que era un ser consciente con una vida determinada, en un ciclo determinado, el cual se cumplimentaría en un breve tiempo biológico. ¿Por qué yo soy yo? Esa era y es la principal cuestión.

Creo que el aislamiento también lleva a pensar en este tipo de cosas. No ver, no tocar, no sentir. Ser un módulo individual más de un mundo híper-conectado. Alienación de bolsillo para aspirantes a vividores. Tortura sinuosa de los días líquidos. Alejarse de lo que supone un tren de vida con todas sus complejidades, filias y fobias, detiene el reloj externo para regurgitar los mecanismos internos. Abre la puerta a un caos de naturaleza intemporal.

Quiero pensar en esta situación pandémica como una oportunidad para pensar. Yo, claro está, que tengo el privilegio de no estar muriendo ni llorando por la muerte del prójimo. Tal y como están las cosas es necesario incluir a la humanidad en todas las cartas de amor, como si la humanidad no hubiera estado en el contenido de todas las habidas y por haber. Y sí, efectivamente, pese a toda esta debacle el objetivo de este escrito es ser una carta de amor.

Pero no se puede el amor, relación entre personas, sin entender el ego, el yo. Tampoco podemos entender nuestro amor, Ana, sin entender cómo corre y funciona el mundo.

No se puede entender sin la multiplicación de factores, sin la causa primera de empezar y terminar los días ante un espejo, ante un rostro inexpresivo, ante la entrada de todos mis sub-mundos: mis cavernas platónicas en obras. Pues el tiempo ahora es un continuum, la serpiente que devora su cola transversal a las capas del ser. No se puede entender sin los suspiros que nos separan, ni sin las ondas que nos unen.

Y es que el amor al principio es un volcán desgarrando las entrañas de la tierra. Fuego puro que arrasa las estructuras y tiñe de fulgor los pechos. Luego es más un trabajo artesano. Un pulir continuo, un orden de las explosiones iniciales y sus continuas réplicas. Una conciencia de perpetuidad y cuidados.

Esa es la parte difícil: el calor crea por su naturaleza misma, el artesano crea bajo el designio y voluntad de las artes y el trabajo bien hecho. Y a nosotros dos nos ha tocado pulir este desorden con unas reglas de juego distintas.

Eso causa que haya días que no despierte del primer vistazo al espejo, que me pierda la pista en las laberínticas galerías de mi ser. Que me pierda y no pueda verme, no pueda verte, no pueda comprender el plano que pisan mis pies. Y esos días son dolor, al menos, la expresión que yo conozco del mismo.

Nuestro amor es una contradicción cerca-lejos, aislamiento-conexión, una anomalía interoceánica. Y el planeta sigue en su eje.

Te quiero, Ana. Guardo la certeza de que llevamos la esencia vital en la energía que nos traspasa a los dos. La guardo, y sé que si un día esto acabara, esa fuerza viva habrá dejado marca para siempre, y para bien, en las personas que seremos.

También me gusta pensar que estamos llevándole la contraria al orden de las cosas, y eso me gusta mucho. Este amor es un reto a la sociedad, a la globalización, a la futilidad del ser. Es contraponer el miedo a la celebración de la vida. Y sé de lo que hablo, porque tengo miedo. He aprendido a vivir con él. He aprendido a vivir con el peso de la existencia sobre los hombros.

 

Te quiero y no quiero vivir con más miedo.

 

Tuyo, Eduardo.