Autor: Francis de Gazmira
Si de verdad supieras lo que yo te quiero, si supieras lo difícil que se me hace dejar de un lado la distancia que nos separa… ¡Si lo supieras…!
¡Fíjate! Tú en esa tierra de fríos perennes, de corazones duros, de sierra fuerte, bañada de razas, reconquistas, historias que conocen y guardan sus olivos, como confidentes serios. Yo en esta tierra de calores amables, corazones vivos, de rumbas alegres, lamida por los mares, fusiones, historias que no conocen ni sus volcanes, guardianes dormidos que ya se informarán cuando despierten.
Ay, Arturo, no sé cómo decirte que necesito tus besos y tus abrazos, sentirte, tenerte conmigo, saber que te puedo coger de la mano o acariciarte el pelo. Creo que si he podido hasta ahora con todo esto es porque de verdad te amo, te amo, te amo y te amo, ya que nadie fue capaz de hacerme sentir así. Y si resulta que miento y que es cierto que alguien lo consiguió, será que tú fuiste capaz de borrar su huella, su legado, su memoria. Tú me conquistaste como un español, construyendo tus templos sagrados sobre los restos de altares paganos que otros levantaron y que ahora se me antojan impíos, ridículos, yacimientos sin interés, apenas recuerdos inconexos de lagunas sepultadas.
Es por eso que estas líneas se hacen tan dolorosas, porque significan que me rompo. No es que rompa contigo, eso no sé hacerlo. Es que me rompo yo. Tengo bajo mi piel, en mis entrañas, una cadena de vasos que se estallaron de extrañarte, de querer tenerte entre mis brazos y serme físicamente imposible. Y también tengo un océano desparramado, bravío, revuelto, una marejadade sentir que te quiero porque mis olas intentan alcanzarte y no pasan de rozar las costas. Un océano interior donde mi corazón zozobra, se hunde y se ahoga, salvo porque mi cabeza tira de venas y arterias como si fueran cabos para mantenerlo a flote hasta que se deshaga esta tormenta.
Te prometo que lo he pensado mucho y que lo que tengo que decirte me resulta pesadamente doloroso. ¿Digo que te lo prometo? ¡No! ¡Te lo juro! Te juro que en verdad te he querido, o mejor dicho, que te he amado con todo mi ser. Que me enamoré de ti perdidamente: del nácar de tu sonrisa, del brillo de tus ojos cuando me miran, del timbre de tu alma, me enamoré del sonido de tu respiración, de la comisura de tus labios en sus retozos, de tu pelo cuando se revuelve con el viento (y me revuelvo yo por no ser el aire en ese momento).
Pero esto no puede seguir así, a pesar de que tu esencia me invadió por completo, mis exigencias son aún mayores.
No puedo deshacerme en mis tormentas, no puedo desenvolver mi juventud en la incertidumbre de la espera. De saber que estás tan lejos y que probablemente las hojas de nuestros amores se confundan en el viento y paren a otros montes o a otras playas, y ya no sea ni amor, ni ilusión, sino cansancio, decepción, hastío o pena.
¡Mi amor! Una relación no trata sólo de mandarnos estas cartas, ni de sentir el eco de tu voz por un teléfono, ni siquiera de enviarnos fotos (por favor, nunca rompas ese trato que tienes con el sol, por el que inunda tus pupilas cuando miras a la cámara). Al contrario, necesito más. Necesito aumentar la dosis de ti o morirme de abstinencia. Se trata de tenerte entre mis brazos, y, aunque sea, poder darte un beso en la mejilla en cuanto quiera.
Pero nos separa mucho espacio, este océano infinito como fronteras infranqueables, cuando tan sólo me quedan de ti los hilos de secretos que confiamos a un servicio de mensajería instantánea. Y ya no puedo aguantar. No puedo aguantar la carestía de conformarme con tu estampa en mi cabeza, de tu WhatsApp a deshoras, de tus llamadas furtivas. No. No en esta inversión de amor, este contrato que mi corazón firmó tan apresuradamente, sin estudiar sus cláusulas.
Qué me gustaría no tener por qué reconocer esta derrota, esta manera en que nuestras voluntades (o al menos la mía) fueron insuficientes para vencer esta ansiedad. Pero si te escribo estas líneas, incluso con mis últimas fuerzas, es porque significaste y significas mucho para mí. Simplemente ya me cansé de esperar en el balcón a que el viento me traiga tus besos y caricias, el cartero tus postales, el WIFI tus fotos.
Te quiero, te digo, y me duele, porque no puedo amarte de verdad, ni siquiera coger tu mano cuando tenga frío. Es triste saber que este mismo amor que rompió kilómetros, tierras y mares se diluye en los mismos kilómetros, en las mismas tierras y en los mismos mares, pero es cierto. Pues en su travesía, en su ir y venir, este amor también encontró fatigas, hastío, dudas.
Y a pesar de todo, a pesar de este dolor que ahora me resquebraja, no puedo obviar que en mi pecho aún siento la suerte de cruzarnos en este camino ¡y de vivir, Arturo! ¡De vivir! De que tus ojos se hayan fijado en mí y de que Cupido me haya aprehendido con tanta buena fe, y haciéndolo me destrozase, pero bendito dolor. Bendito el pago que debo abonar por lo vivido, por cada risotada que me enviaste, rompiendo el aire, con tan mal cálculo que ahora me rompe a mí.
Por ello te digo que compartas conmigo esta sensación tan grande, porque se acaba, sí ¡es que se tiene que acabar! Pero empezó, y sucedió, y lo vivimos, y fui feliz ¿tú también? Fui feliz con cada segundo en que estuvo abierta mi embajada entre tus pensamientos. Sólo me queda decir, mi aún amor, que cuando hayas de recordar estos momentos, pienses en mí como en ti pienso.