La censura a los conferenciantes

La revista Tía Vicenta, una revista de humor que criticaba al gobierno a semejanza de La Codorniz

La censura no solo vigilaba todo escrito que veía la luz en los diarios o semanarios, vigilaba también los “libretos” de las obras de teatro a ver si se ajustaban los artistas al texto. En el caso de los conferenciantes, en un tiempo donde no era posible grabar las conferencias, el Organismo Censor enviaba a una serie de personas anónimas con el objeto de vigilar y anotar los comentarios que pudieran verterse sobre la llamada “acción política”; el mismo asistente podía presentar una demanda o bien comunicárselo a la autoridad.

La presencia de censores encubiertos, o vigilantes enviados por la autoridad, ha sido una norma frecuente sobre todo en países dictatoriales. A este respecto, Elzbieta, la esposa de Ángel Menéndez, más conocida como “Kalikatres” nos comentaba que en su país Polonia, cuando la invasión rusa, los únicos que se atrevían a criticar a los invasores eran los sacerdotes desde sus púlpitos, y que los vigilantes se entremezclaban entre los feligreses e incluso se acercaban a tomar la comunión para pasar desapercibidos. Aunque, entre los fieles se detectaban ya que no eran personas habituales de la Iglesia. Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, daba orden a los funcionarios de vigilar con ojo avizor a ciertas ediciones, y en particular, como era natural, a ciertos conferenciantes.

Tanto Luis María Ansón como Álvaro de Laiglesia eran los que más preocupaban al gobierno. Luís María Ansón después de dar una conferencia en el Hotel Fénix de Madrid, el que fue Director General de Prensa en 1964, Adolfo Muñoz Alonso, le impuso una multa de sesenta mil pesetas y la prohibición de firmar artículo alguno con su nombre. Álvaro de Laiglesia disfrutaba dando una serie de conferencias ante un público que podía intervenir haciéndole preguntas. No pensaba que entre el público pudiera haber confidentes y en una de estas conferencias se le escapa llamar “memo” al ministro. Llegó a oídos del citado ministro y presentó una querella contra el director de La Codorniz, por lo que fue citado a juicio y a sentarse en el banquillo. Álvaro se defendió diciendo que lo que había dicho del ministro había sido una memez, pero los testigos afirmaban una y otra vez que no, que lo que dijo es que el ministro era un memo. Fue condenado a seis meses y un día de prisión –en una cárcel real y no de papel- y a una multa en pesetas.

La prisión no fue efectiva por falta de antecedentes penales, pero incluía la prohibición de trasladarse al extranjero con la retirada del pasaporte por el Ministerio de la Gobernación. Este periodo de condena coincidió con una serie de conferencias que tenía previstas realizar en Buenos Aires, organizadas por el entonces Embajador don José María Alfaro, el cual ya había contactado con el consejero cultural de la Embajada Pérez del Arco. Entre los actos programados se incluía una charla en los locales de la revista Tía Vicenta, una revista de humor que criticaba al gobierno a semejanza de La Codorniz.

Tía Vicenta. Año VI número 211, lunes 21 de mayo 1962

Tía Vicenta era una publicación semanal con mucha similitud a la revista La Codorniz. En una ocasión que Álvaro comentaba que se había presentado un señor en la redacción con una tarjeta de visita: don fulano de tal que nunca leyó La Codorniz, en Tía Vicenta, poco tiempo después, apareció el siguiente comentario: “Gonzalo Aparicio, domiciliado en Perú 124. Nunca ha leído la Tía Vicenta”. Aparecían en la revista bonaerense artículos similares a los de Jorge Llopis, o de Herreros con La Historia del Aceite. La censura no dejaba títere con cabeza y persiguió todas y cada una de las expresiones de cualquier forma que se puedan trasmitir a la sociedad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *